jueves, 21 de agosto de 2008

Nacionalismos



Sigo pensando que estos presentes Juegos Olímpicos echan por tierra todo el concepto de Espíritu Olímpico que yo tenía en mente. ¡Qué bonito es superarse y exhibir tus capacidades físicas ante el mundo! ¿Verdad? Sí, muy bonito, aunque yo pensaba que nuestros queridos atletas tenían algo más que un buen físico, pensé que podían pensar. No me refiero a que no tengan la capacidad de pensar, ya que muchas de las disciplinas que practican requieren de ello, sino a PENSAR, a tener una opinión y a no desaprovechar su repercusión mundial para aportar mensajes a la humanidad para cambiar las cosas.
Resulta que, atención, ¡ninguno de los deportistas que han participado en las Olimpiadas de Pekín ha dicho una sola palabra acerca de la falta de derechos humanos en China y Tíbet! ¡Ni uno! Claro, es que ellos no van a dar discursitos, van a ganar medallas. Sí, pero están ganando medallas en un país antidemocrático y represor que hace apenas veinte años asesinó a una cantidad ingente de gente que se manifestaba en busca de sus derechos humanos en Pekín y que hace tan solo unos meses hizo algo similar en el Tíbet. ¿Qué pasa entonces? ¿Os tenéis que quedar callados ante esto? ¿No podéis reaccionar? ¡Aunque sólo os coloquéis una pegatina en la zapatilla acerca del tema!... Claro, tampoco le vamos a pedir más a gente que pide una bandera de “su país” en cuanto gana una prueba atlética. Eso explica la reacción al trágico accidente ocurrido ayer en el Aeropuerto de Barajas. Es una pena que ocurran estas cosas, pero es un accidente, y los accidentes son accidentes. El caso es que todos los deportistas españoles (solo españoles) expresaron su condolencia para con las familias de las víctimas y fueron los primeros (aunque no les dejaran) en ponerse un crespón negro en señal de luto. ¿Y por qué solo lo hicieron los españoles? Todos somos personas, ¿verdad? Seamos de España, de China o de Argentina. Pero el accidente ocurrió en España, que se ocupen los españoles. Como los ciudadanos chinos están reprimidos ante el poderío de su gobierno y tienen verdadero miedo a expresar sus opiniones, ¿a quién le importa? No es nuestro problema, ¿verdad? Como no hay ningún tibetano en los J.J.O.O., ¿qué mas da? Que se ocupen ellos de su libertad, nosotros lo único que queremos es ver deporte y que “nuestro país” gane medallas, ¿verdad?. Dejemos los nacionalismos estúpidos y la competitividad entre países. Las Olimpiadas originales, las de la cultura Griega, pretendían medir la capacidad de una persona o de un equipo, no de un país. Intentémoslo así. Dejemos las fronteras y luchemos todos por la libertad, aunque suene idealista y demagogo.

El hombre que sabía demasiado... poco


Accésit 23º Concurso de Cuentos Bibliotecas públicas de Madrid.


Una mañana de primavera, paseando por la Cuarta Avenida, deleitándome con el maullar de los pájaros y el berrear de las ardillas (o viceversa) atisbé a lo lejos la silueta de un hombre que me resultaba escalofriantemente familiar. Intrigado por estar cada vez más cerca de aquel sujeto caí en la cuenta de quien era.
Se trataba de Devean Hodge, “lustrísmo” (lo opuesto a ilustrísimo) ex alumno del South Queen Institute. Lo recuerdo como a un patán al que lo único que le interesaba de joven era ganar mucho dinero de rico. Siempre había sido muy ambicioso, pero también muy tonto. Yo me preocupaba por él, sabiendo el grado de su estupidez.
A eso de los 15 años, Dave empezó a fumar sustancias que cada vez más se alejaban del tabaco, influenciado por otros chavales. Yo le quise convencer de que lo dejara y de que sería malo para su salud, de que se arrepentiría… Así que me prometió que lo dejaría, pero conservó su mechero, según él para “Ahuyentar a todo gasterópodo que ose molestarme. No sabes con qué criaturas te puedes encontrar, ya sabes…”. Dada su estupidez anteriormente mencionada le permití que mantuviera el mechero.
Poco después, me di cuenta una mañana de que Devean no tenía la coletilla que solía dejarse en la zona posterior de la cabeza. Extrañado, le pregunté qué había sido de su coleta, a lo que Dave me confesó que, en un arrebato de celos provocado por una caricia de su hermano al pomo de la puerta de su habitación, se la había envuelto en una toallita húmeda y se la había fumado.
A pesar de lo que ahora mismo esté pensando, querido lector, a Dave le psicoanalizaron hasta la saciedad. Sus padres, peces gordos, besugos si no me equivoco, le llevaron a todo tipo de especialistas, que no le encontraron ningún trauma o patología. Algunas de las reacciones fueron: “¡Que alguien me traiga veneno!”, “Señores Hodge, ¿tienen parentesco ustedes con alguna familia de primates y/o cetáceos? ¿Se ha criado su hijo en un pajar con mulas? En ese caso, ¿mantuvo su hijo relaciones sexuales con mulas? En ese caso, ¿tuvo descendencia esa unión?”.
Pero no, los psicólogos no pudieron entender la mezquindad y la estupidez de Dave. Uno de estos especialistas le aconsejó que “leyera más”. Sus padres le facilitaron las más grandes obras de la historia de la literatura, a lo que Dave reaccionó intentando cortarse las venas con el filo de las hojas de “Hamlet”.
A Dave le perdí la pista cuando, en la fiesta de graduación del instituto, confundió la botella de champán con la de agua fuerte.
El caso es que vestía un traje marrón de raya diplomática roja con peinado a juego, que le daba un toque entre elegante y Dennis Rodman. Sin pensarlo dos veces se dirigió a mí:
- ¡Timb! ¿Qué tal amigo? ¡Pero cuánto tiempo! – de su aliento se denotaba una mezcla de dicloruro potásico y vodka bastante… curiosa.
- Esto… ¡Hola! ¿Qué hay?
- ¿Qué tal te va todo? ¿Qué es de tu vida? – se le notaba muy entusiasmado, como si una mosca acabara de entrar en su tarro de miel y él la estuviera observando ensimismado.
- Pues estudié historia en la universidad y conseguí un trabajo en la biblioteca. –supongo que se me notaba muy seco y distante, pero en aquel momento, las ganas que tenía de encontrarme a aquel sujeto eran prácticamente las mismas que puede sentir un pato silvestre al ver a un zorro.
- ¡Qué bien! ¡Cuánto me alegro! Yo terminé mis estudios medios de mecánica y me fui buscando la vida. Me casé con Isabella Rose, ya sabes, aquella muchacha del instituto.
- ¡Ah! ¡Qué bien! – Isabella Rose era una muchacha ciertamente estrambótica que alternaba sus estudios con periódicas visitas a diversas sectas proliferantes de aquellos tiempos. A Isabella también le costaba sobremanera sacar algo en claro de series de televisión como “Pokemon”. Cierto día recuerdo que la profesora de Matemáticas lanzó alguna cuestión envenenada acerca de ciertos logaritmos de Briggs a la que Isabella respondió con controversia y vehemencia haciendo referencia a un dios bengalí con quién sabe qué poderes matemáticos supremos. Lista la tal Isabella.
-Bueno, ven a tomar un café a la esquina, anda, que tenemos que hablar de muchas y pintorescas cuestiones.
Tal era su interés en mantener una conversación con mi persona que tuve que acceder a tomar ese café que pronto se convertiría en un refresco de soda debido a mi pavor a consumir toda sustancia de tintes pardos. Pronto me interesó, como a él, la conversación, ya que en su oratoria se distinguían ciertas maneras que no habría podido adivinar que vinieran de aquel hombre que en otro tiempo confundía el perchero con su propia nuez. Aunque en el fondo se le notaba un poso bastante insípido e imbécil:
- Pues, cuando termine mis prácticas en Dodge, empecé a trabajar con John Roberts –continuó Dave mientras sorbía su capuchino con moka.- Quisimos emprender la aventura de mantener nuestra propia fábrica de material neumático de construcción. Como el precio del metro cuadrado de terreno estaba horriblemente caro decidimos adquirir dos metros cuadrados que nos proporcionaron mis padres (uno para cada uno) al lado de un apacible parque de Brooklyn e ir adquiriendo un metro más cada año. Al principio tuvimos que pluriemplearnos para paliar las deudas que dejaba nuestra aventura. Pero pronto coqueteé con el mundo bursátil y entablé amistad con los más importantes corredores de bolsa de Wall Street. Invertí en grandes empresas, asesorado por mis nuevas amistades y pude relanzar mi aventura comercial con John. Después vendimos la empresa a una multinacional por un amplio número de papeletas verdes y enfoqué mi vida sobre la transacción de acciones. Ahora estoy metido en un movimiento multimillonario relacionado con unos inmuebles en Malibú. Puede que te interese el tema, si en realidad ahora mismo todo el mundo invierte en bolsa. Creo que hasta El Vaticano está invirtiendo en algunas empresas chinas que han surgido recientemente. Creeme, te interesará.
Mira, ayer mismo concerté una cita para el sábado con mis amigos del West Village en el club de campo. Ven con nosotros, de verdad. Ya veras todo el parné que se mueve en estas cosas.

Acepté la invitación como un bobo y me despedí de Dave. No podía creer lo que había cambiado. Bueno, en realidad no había cambiado nada. Seguía siendo igual de ambicioso y se notaba que no había tocado un libro en estos largos quince años. Por muy rico que sonara su actual vocabulario, seguía siendo el Dave de antes, tan corto él.
En realidad no sabía por qué había aceptado aquel encuentro en ese club de campo tan esnob. Aquella tarde me fui a ver perder a los Knicks y por la noche a cenar costillas con una suculenta dama que había conocido en la sección de cocina de mi biblioteca.

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El sábado por la mañana me levanté pronto y comí mis tostadas francesas frente al espejo, probándome todas las corbatas que la gente se olvidaba dentro de los libros que devolvían, ya que las usaban de marca páginas. No me convenció ninguna, así que no quise camuflarme y me presenté allí con una camisa de rayas y un pantalón de lino al más puro estilo de Massachussets.
La primera impresión del club emprendedor que allí había reunido fue poco menos que desoladora. Estaban jugando una partida de póquer todos sentaditos a la mesa con sus respectivas bebidas y puros y hablando sobre la administración que pensaban darle a su jugosa cuenta bancaria o conversando acerca de diversos temas financieros que no me interesaban en absoluto. Reparé en que no había una sola mujer en la sala. Me dieron unas ganas terribles de largarme de aquel horrible lugar, pero quizá no todo fuera malo en aquellos defraudadores de hacienda empedernidos. Había dos personas que no abrieron la boca durante toda la partida. Aunque fuera una tontería, su silencio durante las gracias de sus compañeros de timba me hizo sentir bien. Así era la conversación que reinaba en aquel tórrido ambiente:
- Mañana iré a cazar con mis hijos –dijo un cincuentón que se llamaba Todt y había conseguido grandes sumas de dinero por sacar a la luz unas tórridas fotografías antiguas de Charlie Chaplin leyendo revistas de belleza en su diván. -Tengo ganas de cazar un ciervo para ampliar mi colección de cabezas en mi museo de caza.
-Yo, en mi juventud, también coleccionaba animales –contesté yo, no se muy bien hoy en día a santo de qué.- Empecé a cazar mariposas, pero acababan muriendo en la caja donde las guardaba. Me recomendaron que las disecara, pero seguía sin resolver el problema inicial, las mariposas seguían muriendo. Me daba una pena terrible que sufrieran tanto, así que deje de coleccionarlas y me dediqué a interpretar obras teatrales de la época del gongorismo.
No se muy bien por qué conté esto, pero las anécdotas de mi extraña infancia suelen ser bastante graciosas (un día que tenga tiempo se las contaré, pero hoy tengo que terminar este relato para entregarlo mañana) y creo que les venía bien relajarse de tanto cuento bancario y burocrático, aunque no se rieron más de lo estrictamente necesario.
- Muy interesante Timb –comentó Dave falsamente. ¿Sabías que Rudolf ha conseguido el título de mayor defraudador de impuestos del año por el Wall Street Journal? Es un premio muy prestigioso…
Continué escuchando largos y tortuosos chismes acerca de distinguidos ricachones del momento y asistí a una clase magistral de hípica, una de las pocas actividades constructivas que realicé en aquel club aparte de “conocer” a esos dos silenciosos amigos que se miraban y sonreían burlonamente cada vez que uno de estos extasiados timadores del mercado bursátil dejaba salir de su boca alguna payasada. Al final me marché a mi casa a prepararme para salir a dar un paseo con mi, ya no suculenta, sino sabrosa amiga.